miércoles, 26 de mayo de 2010

Yo, escribo

Escribo porque descubrí que mi pluma guarda mil formas, mil imágenes, mil colores diferentes que aullan por su libertad.

Escribo porque es mi forma perfecta de decir “te extraño”, “te quiero” o “quiero verte” sin siquiera pisar las sombras de aquellas palabras.

Escribo porque quiero verme desparramado desangrándome entre los renglones de un cuaderno, felizmente maniatado por cuerdas de tinta gris, aturdido y alerta, incisivo y desconcentrado, furioso y dolorido, encantado y frustrado; totalmente preso de mi, absolutamente libre de mi.

Escribo porque quiero ahora mismo regalarte pedazos de mi cuando me leas: un minúsculo trozo de mi carne, una gota de mi sangre, un jirón de mi piel, envueltos siempre (¡siempre!), simulando un secuestro, entre los ecos del galope de mi corazón.

Escribo porque, así, puedo pensar sin pensar, porque me gusta contar mentiras que jamás lastimarán (verdades mortales).

Escribo por vos, mi plagio oculto. Por tus fantásticos besos, por el sudor que guardas en tu espalda para empapar sólo mis dedos, por las caricias que hoy disfruta mi ausencia, por las risas que todavía no te he oído pero que ya conozco, por el lecho de muerte que resplandece entre tus piernas, por tus estériles ganas de olvidarme, por tu cabello negro que gusta tanto enredarse en mis dedos, por tus ojos amantes de la locura, por la hipnótica y bestial ternura que brota junto con las lágrimas cuando te agrietas y lloras, por tu actitud vacía y cercana en los momentos que debes comprenderme, por tus ruidos morales, por tus ruidos físicos, por tus lunares incómodos, por tus sorpresas y tus obviedades, por el eco de tu respirar que se oye permanentemente dentro de mi corazón (¿qué ignorante te convenció de que son latidos?).

Si alguien me preguntara hoy porqué acabo de escribir ésto que acabas de leer, tan sólo podría contestarle:
"Es que cada tanto me gusta recordar lo que se siente estar vivo...".

domingo, 16 de mayo de 2010

Tiempo

Tiempo,
para volver a armar las estructuras.
Para volver a confiarles tus ropas.

Tiempo,
para lavar, planchar, doblar y guardar los recuerdos.
Y sus secretos.

Tiempo,
para creer en la verdad de las decisiones tomadas.
En su realidad.

Tiempo,
para que las llagas de tu piel desaparezcan.
Para acariciar.

Tiempo,
para volver a oler los colores y volver a ver los aromas.
Y a saborearlos.

Tiempo,
para oír llantos sin planificar estrategias para no oírlos.
Para consolarlos y consolarte.

Tiempo,
para volver a mirar el reloj y alegrarte una hora antes.
De todo y con todo.

Tiempo,
el que no te perdona, pero que vuelve a confiar en vos.
Como hoy

domingo, 2 de mayo de 2010

Trabas

Trabas.
Pequeñas grandes rocas hambrientas de erosión. Paredes tan altas como quieras verlas. Incendios fogosos que queman cuanto le dejes. Habitaciones oscuras repletas de ambiciones que bostezan aburridas.

Trabas.
Canciones contundentes que, rotas, entonan absurdas mentiras que cada día te crees más. Una falsa muerte, una vida oculta.

Trabas.
No las dejes crecer; son miseria. No las ames por soledad, ¿no ves que de ella se alimentan?

Trabas.
Peldaños resbaladizos que nos separan de nosotros mismos.

Trabas.
Ágiles e inmóviles. Frágiles e intensas. Si las miras, tiemblan (te miedan tanto como vos a ellas).

Trabas.
Todas siempre a punto de caer. Y un soplido alcanza.

Pero, ¿quien nos convence?

sábado, 10 de abril de 2010

Carta 8: Punto final

“Una vez más, mujer, te estoy escribiendo. Ocho cartas con ésta… Cómo pasan las letras… con cuanta rapidez... Pero lo que nunca cambia con vos es esa sensación sincericida que arremete contra mi en cada párrafo que te escribo.
Es extraño. Siendo el símbolo más sencillo que se pueda imaginar me cuesta visualizarlo. ¡Es un punto! ¿Qué más da? Una redonda manchita minúscula montada apenas por encima de un renglón, un gordito sin pies ni manos empachado de tinta negra, un montículo que desalienta cualquier futuro y sabotea cualquier destino, un ínfimo círculo que no le exige ningún tipo de esfuerzo a ninguna lapicera, ya que si luego de dibujarlo abrís el cuerpo de la lapicera e inspeccionás el cartucho de tinta verás que el nivel del tanque siquiera se habrá modificado.
Es, justamente, eso: el final. ¿Te lo repito? El final. Un punto final tiene un significado enorme. Es un pequeño gigante que posee el tan tremendo poder de desarticular cualquier intento de seguir escribiendo algo: una historia, un diálogo, un discurso, una carta. Y en este caso, es lo que pretendo para el punto que voy a dibujar al final de este escrito. Necesito darle un corte a todo esto. Necesito un final. ¿Me oís? Efe… i… ene… a… ele. Final.
No hay nada después de él. Nada. Lo reitero por las dudas: nada. Ni una mancha de café que saltó de mi taza (de las tantas que han saltado y que saltarán rebeldes y disconformes con terminar sus negros días en mi estómago), ni una jota intentando resquebrajar con su sonido un pedazo de hoja, ni una hache, la corpulenta dama de los silencios inventada por algún loco maldito amante de los obstáculos (¿a quién otro sino se le ocurriría inventar una letra que no se pronuncia y que sólo sirve para complicarle la calificación a la mayoría de los alumnos en Lenguas?). Lo que sigue es el vacío, un ejército asesino de átomos blancos dispuestos a defender lo impoluto hasta las últimas consecuencias, una seguidilla de espacios alérgicos tanto a la tinta de una lapicera como al trazo grisáceo de un lápiz. Es un punto final ¿Para qué alguna palabra querría instalarse a continuación de él? ¿Podría haber una causa, motivo, razón o circunstancia válida? ¡Qué absurdo! ¡Respétenlo! Es eso simplemente: un punto final. Lo repito por si, distraída, salteaste el pedazo anterior de la oración. Es un punto final. El final. Die endgültige. Slut. Het definitieve. Is the end.
Por ejemplo, cuando te sentás a ver una película (no conmigo, claro): mientras observás lo que va sucediendo, intentás interpretar el argumento y recordar las partes provechosas. Te estremecés si tiene buen suspenso, te aburrís si no es dinámica, llorás si es triste, te reís si es graciosa, insultás si es mala, y cuando todo aquello ya sucedió, ¿qué sigue? ¡Si! ¡Acertaste! El final. Al compás de la banda sonora, se suceden letras, letras y más letras formando los nombres reales y de fantasía de los actores principales, los de los actores de reparto, el del director, el de los camarógrafos, el del ayudante del ayudante del ayudante y el del chico que llevó la pizza el décimo día de filmación, y luego de todo eso, ¿qué sucede? ¿Podés seguir viendo algo? ¡No! El DVD (o el videocassette, por si tecnológicamente estás atrasada) se corta y se apaga (los videocassettes se rebobinan automáticamente). Por más que insistas en la tecla “play” el reproductor será más terco que vos y no te mostrará nada más. ¿Por qué? Porque es el final. ¡Si! El final. ¡Acertaste otra vez! C' est fini. Koniec. Fine. Το τελικό. Окончательный. Esto es totototodo amigos.
“Dame un final, un corte definitivo. No más principios, ya tuve muchos principios, demasiados reseteos. Necesito que me digas “se acabó”, o “fue lindo cuando fue”, o “no quiero más nada”, o “ya fue”. Decime como se llama el ayudante del ayudante del ayudante y cerrá mi película con vos.
Por favor. Punto final.”

Levantó la vista del cuaderno y pestañó. Sintió cómo sus párpados parecían deslizarse sobre un cartón corrugado por lo secos que estaban. Había escrito la carta con tanto énfasis (llámese “énfasis” a una mezcla de bronca, resentimiento, dolor, odio y amor) que no había pestañado por varios minutos. Fue hacia el principio y releyó lo escrito.
“Me gusta”, pensó. “¿Cómo se llamará? ´Carta 8: Punto final´. Genial. Y se la voy a enviar mañana.”
Volvió a leer la carta. Corrigió una oración para que pueda leerse mejor, le agregó dos comas y unos paréntesis. Pasó un párrafo delante de otro. Tradujo dos definiciones más de la frase “el final” y las agregó. Recogió del suelo una tilde que en el movimiento se había caído de una letra i.
“Ahora me gusta más. Si, se la enviaré mañana… ¿Hoy? No, mejor mañana, por si se me ocurre algo más para decirle”.
— Punto final —repitió, pero por primera vez dijo en voz alta. Imaginó la autoridad del gordito sin pies ni manos y se le dibujó una sonrisa. Traspasó la hoja escrita del cuaderno, tomó la lapicera y miró la hoja nueva. Por dos escasos pero felices segundos vio reflejada su sonrisa en el inmaculado blanco de la siguiente hoja.
“¡Lo logré! Quedaste atrás ¡Por fin! ¡Punto final!”

De repente, suena el teléfono. Al levantar el auricular, caen de él tres razones: dos huelen a excusa y la otra sabe a absurdo (y del bueno). Las tres llevan sobre el lomo estampado un sello de mujer y cabalgan como jinetes fantasmas en una voz tersa y suave. Las escuchó, las asimiló, pero lo peor fue que las imaginó posibles: las comprendió, y las mimó y las cuidó hasta que lograron llegar sanas y salvas a su corazón. Colgó el teléfono cuarenta minutos después.
“Reafirmo lo dicho: punto final.”

Regresó a la mesa. Se sentó nuevamente frente al cuaderno, tomó la lapicera, estiró los brazos en un ademán desperezado y se zambulló libre en el cuaderno. Escribió algo. Lo leyó.
“Ay”.
La queja fue sincera, estremecedora, fue la bofetada que arrancó su sonrisa de un solo intento. Sorpresivamente (¿sorpresivamente?), el nuevo escrito tenía título: carta 9.
— Me lo temía —dijo, y suspiró.
La punta de la lapicera comenzó a rodar; las palabras, a caer.
Punto y aparte.

martes, 30 de marzo de 2010

Carta 7: Saludo de cumpleaños

— ¿Qué hago? —preguntó mi corazón.
Estas dos palabras lo rondan hace varios días como un león africano ronda a una cebra a la hora del desayuno.
— ¿Debo sincerarme?... ¿Qué hago? —vuelve a decir con voz aguda e invisible.
— Si, debés ser sincero —dijo mi racionalidad. — El autoengaño te sirve como el torniquete le sirve a quien ha sufrido alguna amputación inesperada y accidental. Toda mentira tiene, al final del corredor, un gran paredón donde acaba atrapada y sin sogas ni huecos por donde escapar.
— Tenés razón, razón. No puedo seguir fingiendo indiferencia. No puedo seguir escondiendo cartas plagadas de palabras que viven preguntando por la belleza de sus ojos, por la dulzura de su voz, por la intriga que siembra, por la ausencia que magistralmente hace florecer.
Mi racionalidad sonrió. Le encanta cuando le dan la razón. Sin embargo, poco le duró la mueca porque inesperadamente lo volvió a ver abrazado a la misma duda.
— ¿Qué hago? —insistió mi corazón, como perdido, con una voz alta como una hormiga. Entonces, ensayó una solución: desplegó un papel blanco doblado en cuatro, se puso los lentes, tomó aire, se plantó con la firmeza de un títere sin hilos y dijo:
— …
Nada se escuchó. Un breve sonido carrasposo se esparció en el aire, como si alguien hubiese escondido un micrófono en algún lugar y éste hubiese bostezado del aburrimiento. Volvió a mirar la hoja. Infló los pulmones. Si, ahora saldrían palabras.
— …
Oyó al viento. ¿O fue un suspiro? No, fue el viento… ¿O fue un bufido de cobardía? Como fuese, su boca se abrió y, aunque las palabras que finalmente escupió no sorprendieron ni conformaron a nadie —realmente a nadie—, dijo, sin leer.
— ¿Qué hago?

Que fracaso.
Que fácil me resulta estrujar un pañuelo, metérselo en la boca y zurcirle los labios con miles de puntos distintos para que no pueda hablar. Sé como callarlo, aunque también sé que no me sirve y que es una inútil solución temporal.

Mi racionalidad volvió a opinar:
— No creo que el día de su cumpleaños sea el día adecuado. Teniendo 365 días, ¿vas a elegir el 26 de Septiembre para decirle lo que sentís?... Pensándolo bien, en verdad, tenés 363, porque el 4 de Octubre también es muy especial para ella.
Tras estas palabras miró a mi corazón como siempre, ingenioso. Le quitó de los brazos aquella duda casi hipnótica, la arrojó por la ventana y lo sacudió fuertemente mientras le gritaba:
— ¡Decilo!... ¡Decilo de una vez!
La sacudida provocó un autogolpe de Estado que, de golpe, cambió mi estado. Como pocas veces, la racionalidad suspendió la monarquía que ejerce sobre mi corazón.
— Ok… Ahí va. Lo que quiero decirle es…
— Si…
— Es… —. Sus ojos se abrieron de par en par. Los de ambos.
— Te estoy esperando, Ojitos.
— ¿Qué esperas de ella? —preguntó sin pensar mi racionalidad, quizás para no darle tiempo a mi corazón, justamente, a pensar.
— Bueno… —contestó con cierto aire de resignación—, que abra el paquete de galletitas de queso, que se acerque para darle un abrazo, que cebemos unos mates, que hablemos de todas esas cosas que siempre postergamos, que vayamos al cine, que conozca mi casa, que me diga que fué del regalo que le llevé en la semana de la dulzura, que me critique los primeros tres capítulos del cuento que estoy escribiendo, que comamos los cappelettis, que me cocine “algo rico” (aunque en este punto ya se que es lo que está esperando), que me diga “esas cosas” que hace casi dos meses iba a decirme por el MSN.
— Uf… ¿No será mucho de golpe?
— No puedo autoengañarme más. Ya no me sirve.
— Pero ella está con la facu, cuidando a su mamá, volviendo de ese despiadado agujero en el que te hunde la tristeza y la soledad...
Mi corazón reflexionó un momento. Más luego, comentó:
— Ya lo se. Se lo que es estar ahí… y cuanto cuesta volver.
— ¿Y entonces?
— …

¿Es comprensible tanta espera? ¿Vale la pena acumular tantas cosas bajo una mínima esperanza? Lo sabés: soy un loco quimérico que se hamaca hacia una esperanza y persevera hasta alcanzarla o caer estrepitosamente de ella y quedar sangrando entre las rocas.

(Veinte minutos después…)

Hacía mucho que no titubeaba tanto en el final de una carta. Y menos en una carta para vos. Escribí y borré como diez oraciones y no me decidí por ninguna. Siempre siento que, como frase final, debo escribir algo que le deje al que lo lee un buen sabor de boca.
— ¡Sos loco, eh! Poné lo primero que sientas —gritó mi racionalidad.
— ¿Lo primero que me salga? —preguntó mi corazón, que, si tuviera manos, desde hace largo rato estaría rascandose la cabeza.
— ¡Claro! Algo que sientas verdaderamente por ella.
— Me voy a poner colorado…
— No digas pavadas. Decile lo más sincero que sientas.
— ¿Te parece?
— Ser valiente no sale tan caro —dijo mi racionalidad guiñándole un ojo.
— Es verdad…
— Y ser cobarde…
— ¡No vale la pena!
Mi racionalidad y mi corazón gritaron esta última frase al unísono, como dos grandes amigos cantan el estribillo de una canción una noche inolvidable de parranda.
— ¡Vamos!... ¡Decilo! —insistió mi racionalidad en un tono casi implorativo
Mi corazón se infló de valor, de ímpetu, de orgullo. Si hubiera sido un globo habría salido volando.
— ¡Tenés razón! Ahí va.

Te quiero, nena. Y mucho.
Siempre.
(With or without you)


P.D.: ¡Feliz Cumpleaños!