martes, 30 de marzo de 2010

Carta 7: Saludo de cumpleaños

— ¿Qué hago? —preguntó mi corazón.
Estas dos palabras lo rondan hace varios días como un león africano ronda a una cebra a la hora del desayuno.
— ¿Debo sincerarme?... ¿Qué hago? —vuelve a decir con voz aguda e invisible.
— Si, debés ser sincero —dijo mi racionalidad. — El autoengaño te sirve como el torniquete le sirve a quien ha sufrido alguna amputación inesperada y accidental. Toda mentira tiene, al final del corredor, un gran paredón donde acaba atrapada y sin sogas ni huecos por donde escapar.
— Tenés razón, razón. No puedo seguir fingiendo indiferencia. No puedo seguir escondiendo cartas plagadas de palabras que viven preguntando por la belleza de sus ojos, por la dulzura de su voz, por la intriga que siembra, por la ausencia que magistralmente hace florecer.
Mi racionalidad sonrió. Le encanta cuando le dan la razón. Sin embargo, poco le duró la mueca porque inesperadamente lo volvió a ver abrazado a la misma duda.
— ¿Qué hago? —insistió mi corazón, como perdido, con una voz alta como una hormiga. Entonces, ensayó una solución: desplegó un papel blanco doblado en cuatro, se puso los lentes, tomó aire, se plantó con la firmeza de un títere sin hilos y dijo:
— …
Nada se escuchó. Un breve sonido carrasposo se esparció en el aire, como si alguien hubiese escondido un micrófono en algún lugar y éste hubiese bostezado del aburrimiento. Volvió a mirar la hoja. Infló los pulmones. Si, ahora saldrían palabras.
— …
Oyó al viento. ¿O fue un suspiro? No, fue el viento… ¿O fue un bufido de cobardía? Como fuese, su boca se abrió y, aunque las palabras que finalmente escupió no sorprendieron ni conformaron a nadie —realmente a nadie—, dijo, sin leer.
— ¿Qué hago?

Que fracaso.
Que fácil me resulta estrujar un pañuelo, metérselo en la boca y zurcirle los labios con miles de puntos distintos para que no pueda hablar. Sé como callarlo, aunque también sé que no me sirve y que es una inútil solución temporal.

Mi racionalidad volvió a opinar:
— No creo que el día de su cumpleaños sea el día adecuado. Teniendo 365 días, ¿vas a elegir el 26 de Septiembre para decirle lo que sentís?... Pensándolo bien, en verdad, tenés 363, porque el 4 de Octubre también es muy especial para ella.
Tras estas palabras miró a mi corazón como siempre, ingenioso. Le quitó de los brazos aquella duda casi hipnótica, la arrojó por la ventana y lo sacudió fuertemente mientras le gritaba:
— ¡Decilo!... ¡Decilo de una vez!
La sacudida provocó un autogolpe de Estado que, de golpe, cambió mi estado. Como pocas veces, la racionalidad suspendió la monarquía que ejerce sobre mi corazón.
— Ok… Ahí va. Lo que quiero decirle es…
— Si…
— Es… —. Sus ojos se abrieron de par en par. Los de ambos.
— Te estoy esperando, Ojitos.
— ¿Qué esperas de ella? —preguntó sin pensar mi racionalidad, quizás para no darle tiempo a mi corazón, justamente, a pensar.
— Bueno… —contestó con cierto aire de resignación—, que abra el paquete de galletitas de queso, que se acerque para darle un abrazo, que cebemos unos mates, que hablemos de todas esas cosas que siempre postergamos, que vayamos al cine, que conozca mi casa, que me diga que fué del regalo que le llevé en la semana de la dulzura, que me critique los primeros tres capítulos del cuento que estoy escribiendo, que comamos los cappelettis, que me cocine “algo rico” (aunque en este punto ya se que es lo que está esperando), que me diga “esas cosas” que hace casi dos meses iba a decirme por el MSN.
— Uf… ¿No será mucho de golpe?
— No puedo autoengañarme más. Ya no me sirve.
— Pero ella está con la facu, cuidando a su mamá, volviendo de ese despiadado agujero en el que te hunde la tristeza y la soledad...
Mi corazón reflexionó un momento. Más luego, comentó:
— Ya lo se. Se lo que es estar ahí… y cuanto cuesta volver.
— ¿Y entonces?
— …

¿Es comprensible tanta espera? ¿Vale la pena acumular tantas cosas bajo una mínima esperanza? Lo sabés: soy un loco quimérico que se hamaca hacia una esperanza y persevera hasta alcanzarla o caer estrepitosamente de ella y quedar sangrando entre las rocas.

(Veinte minutos después…)

Hacía mucho que no titubeaba tanto en el final de una carta. Y menos en una carta para vos. Escribí y borré como diez oraciones y no me decidí por ninguna. Siempre siento que, como frase final, debo escribir algo que le deje al que lo lee un buen sabor de boca.
— ¡Sos loco, eh! Poné lo primero que sientas —gritó mi racionalidad.
— ¿Lo primero que me salga? —preguntó mi corazón, que, si tuviera manos, desde hace largo rato estaría rascandose la cabeza.
— ¡Claro! Algo que sientas verdaderamente por ella.
— Me voy a poner colorado…
— No digas pavadas. Decile lo más sincero que sientas.
— ¿Te parece?
— Ser valiente no sale tan caro —dijo mi racionalidad guiñándole un ojo.
— Es verdad…
— Y ser cobarde…
— ¡No vale la pena!
Mi racionalidad y mi corazón gritaron esta última frase al unísono, como dos grandes amigos cantan el estribillo de una canción una noche inolvidable de parranda.
— ¡Vamos!... ¡Decilo! —insistió mi racionalidad en un tono casi implorativo
Mi corazón se infló de valor, de ímpetu, de orgullo. Si hubiera sido un globo habría salido volando.
— ¡Tenés razón! Ahí va.

Te quiero, nena. Y mucho.
Siempre.
(With or without you)


P.D.: ¡Feliz Cumpleaños!