sábado, 10 de abril de 2010

Carta 8: Punto final

“Una vez más, mujer, te estoy escribiendo. Ocho cartas con ésta… Cómo pasan las letras… con cuanta rapidez... Pero lo que nunca cambia con vos es esa sensación sincericida que arremete contra mi en cada párrafo que te escribo.
Es extraño. Siendo el símbolo más sencillo que se pueda imaginar me cuesta visualizarlo. ¡Es un punto! ¿Qué más da? Una redonda manchita minúscula montada apenas por encima de un renglón, un gordito sin pies ni manos empachado de tinta negra, un montículo que desalienta cualquier futuro y sabotea cualquier destino, un ínfimo círculo que no le exige ningún tipo de esfuerzo a ninguna lapicera, ya que si luego de dibujarlo abrís el cuerpo de la lapicera e inspeccionás el cartucho de tinta verás que el nivel del tanque siquiera se habrá modificado.
Es, justamente, eso: el final. ¿Te lo repito? El final. Un punto final tiene un significado enorme. Es un pequeño gigante que posee el tan tremendo poder de desarticular cualquier intento de seguir escribiendo algo: una historia, un diálogo, un discurso, una carta. Y en este caso, es lo que pretendo para el punto que voy a dibujar al final de este escrito. Necesito darle un corte a todo esto. Necesito un final. ¿Me oís? Efe… i… ene… a… ele. Final.
No hay nada después de él. Nada. Lo reitero por las dudas: nada. Ni una mancha de café que saltó de mi taza (de las tantas que han saltado y que saltarán rebeldes y disconformes con terminar sus negros días en mi estómago), ni una jota intentando resquebrajar con su sonido un pedazo de hoja, ni una hache, la corpulenta dama de los silencios inventada por algún loco maldito amante de los obstáculos (¿a quién otro sino se le ocurriría inventar una letra que no se pronuncia y que sólo sirve para complicarle la calificación a la mayoría de los alumnos en Lenguas?). Lo que sigue es el vacío, un ejército asesino de átomos blancos dispuestos a defender lo impoluto hasta las últimas consecuencias, una seguidilla de espacios alérgicos tanto a la tinta de una lapicera como al trazo grisáceo de un lápiz. Es un punto final ¿Para qué alguna palabra querría instalarse a continuación de él? ¿Podría haber una causa, motivo, razón o circunstancia válida? ¡Qué absurdo! ¡Respétenlo! Es eso simplemente: un punto final. Lo repito por si, distraída, salteaste el pedazo anterior de la oración. Es un punto final. El final. Die endgültige. Slut. Het definitieve. Is the end.
Por ejemplo, cuando te sentás a ver una película (no conmigo, claro): mientras observás lo que va sucediendo, intentás interpretar el argumento y recordar las partes provechosas. Te estremecés si tiene buen suspenso, te aburrís si no es dinámica, llorás si es triste, te reís si es graciosa, insultás si es mala, y cuando todo aquello ya sucedió, ¿qué sigue? ¡Si! ¡Acertaste! El final. Al compás de la banda sonora, se suceden letras, letras y más letras formando los nombres reales y de fantasía de los actores principales, los de los actores de reparto, el del director, el de los camarógrafos, el del ayudante del ayudante del ayudante y el del chico que llevó la pizza el décimo día de filmación, y luego de todo eso, ¿qué sucede? ¿Podés seguir viendo algo? ¡No! El DVD (o el videocassette, por si tecnológicamente estás atrasada) se corta y se apaga (los videocassettes se rebobinan automáticamente). Por más que insistas en la tecla “play” el reproductor será más terco que vos y no te mostrará nada más. ¿Por qué? Porque es el final. ¡Si! El final. ¡Acertaste otra vez! C' est fini. Koniec. Fine. Το τελικό. Окончательный. Esto es totototodo amigos.
“Dame un final, un corte definitivo. No más principios, ya tuve muchos principios, demasiados reseteos. Necesito que me digas “se acabó”, o “fue lindo cuando fue”, o “no quiero más nada”, o “ya fue”. Decime como se llama el ayudante del ayudante del ayudante y cerrá mi película con vos.
Por favor. Punto final.”

Levantó la vista del cuaderno y pestañó. Sintió cómo sus párpados parecían deslizarse sobre un cartón corrugado por lo secos que estaban. Había escrito la carta con tanto énfasis (llámese “énfasis” a una mezcla de bronca, resentimiento, dolor, odio y amor) que no había pestañado por varios minutos. Fue hacia el principio y releyó lo escrito.
“Me gusta”, pensó. “¿Cómo se llamará? ´Carta 8: Punto final´. Genial. Y se la voy a enviar mañana.”
Volvió a leer la carta. Corrigió una oración para que pueda leerse mejor, le agregó dos comas y unos paréntesis. Pasó un párrafo delante de otro. Tradujo dos definiciones más de la frase “el final” y las agregó. Recogió del suelo una tilde que en el movimiento se había caído de una letra i.
“Ahora me gusta más. Si, se la enviaré mañana… ¿Hoy? No, mejor mañana, por si se me ocurre algo más para decirle”.
— Punto final —repitió, pero por primera vez dijo en voz alta. Imaginó la autoridad del gordito sin pies ni manos y se le dibujó una sonrisa. Traspasó la hoja escrita del cuaderno, tomó la lapicera y miró la hoja nueva. Por dos escasos pero felices segundos vio reflejada su sonrisa en el inmaculado blanco de la siguiente hoja.
“¡Lo logré! Quedaste atrás ¡Por fin! ¡Punto final!”

De repente, suena el teléfono. Al levantar el auricular, caen de él tres razones: dos huelen a excusa y la otra sabe a absurdo (y del bueno). Las tres llevan sobre el lomo estampado un sello de mujer y cabalgan como jinetes fantasmas en una voz tersa y suave. Las escuchó, las asimiló, pero lo peor fue que las imaginó posibles: las comprendió, y las mimó y las cuidó hasta que lograron llegar sanas y salvas a su corazón. Colgó el teléfono cuarenta minutos después.
“Reafirmo lo dicho: punto final.”

Regresó a la mesa. Se sentó nuevamente frente al cuaderno, tomó la lapicera, estiró los brazos en un ademán desperezado y se zambulló libre en el cuaderno. Escribió algo. Lo leyó.
“Ay”.
La queja fue sincera, estremecedora, fue la bofetada que arrancó su sonrisa de un solo intento. Sorpresivamente (¿sorpresivamente?), el nuevo escrito tenía título: carta 9.
— Me lo temía —dijo, y suspiró.
La punta de la lapicera comenzó a rodar; las palabras, a caer.
Punto y aparte.

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